Thursday, March 16, 2006

 

Cuento


Dobrou Noc*

Me gusta cuando callas
porque estás como ausente...


Pablo Neruda

Por: Eduardo Bechara Navratilova

Iniciar un monólogo es como mirarse en el espejo y saberse tan triste, tan vapuleado por las circunstancias que es difícil no sentir un nudo en la garganta. Querer que todo pase, esperar en silencio que el cuerpo recupere su forma y que los músculos adquieran la fortaleza. Entonces me digo sin que nadie me interrumpa (no hay nadie a mi alrededor): Don’t worry man; hang in there. There will come a moment when all your sacrifices will pay true. Mi rostro decaído demarca los trazos del cansancio, de las decepciones recibidas. Un mal día sin lugar a dudas. Pero el domingo habrá tamal en el ejército. – Moral que el domingo hay tamal –. Aquella frase de la milicia parece viajar por el tiempo. Continúo en mi propia diatriba mientras abro la tapa del inodoro y micciono sobre el agua al compás del sonido que produce un líquido contra otro. Hang in there man. Life is filled with moments that suck, but it is for the good moment that we live for; the moments that are worth living, the forever moments; the forever moments, the forever moments. Aquella frase me queda sonando en la cabeza como un eco mientras camino de mi cuarto a la cocina e introduzco en el microondas un plato de pasta con trozos de langostinos.

The forever moments; the forever moments. Por un instante salgo de mi decaimiento y me quedo mirando el infinito pensando en aquellos momentos que pagan la entrada al estadio. Observo los rostros risueños de mis amigos, la sonrisa de una mujer que aún no conozco, la alegría de mis padres, la celebración de un gol o tan solo el poder respirar el aire sin sentir la presión sobre mis hombros. Los momentos para siempre. Saco la pasta caliente del horno y pruebo un bocado. Tal vez con la comida se me suba el ánimo. Todo tan cerca. La decisión de alejarme de Catalina, la carta de la editorial diciendo que se les hacía interesante mi novela pero que ya tenían otros compromisos adquiridos, el pensar en los trabajos que debía entregar en la universidad al día siguiente, los grandes sacrificios que había hecho y si todo ello valía la pena, porque aún no había comenzado la primera frase y eran las diez de la noche. ¡Cuántas veces en mi vida había estado así! Parado en la noche, apartado de la vida que estaba afuera y que las demás personas sí se daban en vivir. Los momentos para siempre. Pensaba en los largos caracoles que había que tomar para ascender a Monserrate y de cómo en algunas oportunidades, cuando intenté subir corriendo en compañía de un amigo, por instantes parecía morirme. Agachaba mi tronco para sujetar mis rodillas con las manos y tomar aire por algunos segundos; luego, continuaba la subida a un paso acelerado. Así me sentía, como en uno de esos momentos en los que el boxeador piensa en tirar la toalla.

Al tiempo que deglutía los bocados de pasta, pensaba en aquellos momentos para siempre que cada uno de nosotros tiene y se lleva a la tumba. Si tan sólo tuviera tiempo de escribir todo lo que se me viene a la cabeza. No me sirve apuntarlo en el cuaderno y titularlo “Notas literarias”. No me sirve guardarlo en la memoria y después intentar retrotraerlo porque hay tantas ideas que intento guardar que, al final del día, lo único que quiero es liberarme de ellas. Lo mejor en estos casos es sentarse a escribir y punto. Dejar que todo salga expedito y de manera espontánea sin hacer el esfuerzo de pensar qué es lo que uno estaba sintiendo, ya que el sentimiento está vivo y el nudo en la garganta sigue en la garganta al tiempo que mis dedos golpean las teclas. Momentos para siempre, momentos eternos que marcan nuestra vida y que en la mayoría de los casos se asocian con una felicidad extrema; aunque los dolores profundos también se llevan a la tumba. De qué me sirve decir o recordar que leí la obra completa de Kundera en los trenes de Europa durante mis viajes. Dejaba que la noche pasara entre las páginas agradables de una lectura que me producía inmenso placer. Pensar en la mantis y su mundo escapado, en las ilusiones que se fueron y en lo tosco y seco que me volví después de ello. The forever moments.....

Termino mi plato de pasta y camino a mi cuarto en busca de Le rouge et le noir. Me he dado en la tarea de leérlo en francés así entienda tan solo un setenta por ciento, y aunque el empeño ha logrado que ejercite la lengua, pienso que no me siento preparado para hacer el trabajo. Tendré que improvisar. Dejar que mi calidad de sofista se apodere de las teclas y que un tema específico sea la espina dorsal del ensayo. Antes de ello enciendo el televisor. Quiero ver qué tienen que decir las noticias. Ya es muy tarde y no hay ningún noticiero al aire, solo telenovelas que no me interesan. Cambio canales como un desaforado hasta que, de pronto, me acuerdo del canal 78. Es un canal de porno que la fibra óptica de mi televisor toma, pero que se ve borroso. Se llama Hot Net y es uno de los dos canales de cine rojo al que tengo acceso así sea con la imagen deformada. El otro es Venus, al que le corresponde el canal número 99. A veces los observo por las noches. Dejo que las escenas (que en muchos casos tengo que adivinar) se apoderen de la pantalla, mientras busco aquel momento sublime en el que la imagen adquiere, por un instante, una apariencia clara que grabo en mi cabeza para lograr la descarga obligada. Pulso el número 99 y me doy cuenta que están en propagandas. Venus es un canal de hard core puro así como lo es Hot Net, al que últimamente lo han cambiado para hacerlo más comercial. Al principio iniciaron colocando a una de aquellas divas del cine porno en una cama afelpada, a la espera de la llamada de un cliente excitado que se masturba al ver cómo la joven y atractiva mujer se despliega en movimientos sensuales y eróticos, la mayoría de ellos ordenados por el ansioso cliente telefónico, para terminar utilizando el mismo concepto con una pareja o un trío de actores que esperan la llamada de otro cliente. Estas secuencias, que la mayoría de las veces son al aire, se intercalan con los denominados “Spice clips”, en donde sale la mayoría de las veces aquella misma mujer accedida por un galán, que en muchos de los casos es el mismo que ahora está en vivo y en directo, sentado en un sofá, a la espera de que sus admiradores o admiradoras llamen a la pareja que acaban de ver fornicando y que está dispuesta a satisfacer al cliente con todas las posiciones y juegos que éste se imagine. Pulso el número 78 y me encuentro con la imagen de una mujer realizando una felación. La imagen no es indefinida; a pesar de verse en negativo las siluetas de los cuerpos se aprecian con exactitud. El cliente que llamó le está contando en inglés un cuento al hombre al que le están realizando una felación. El cuento por lo poco que escucho es algo parecido a que le pegaba a una mujer cachetadas mientras que ella le realizaba una felación, para luego eyacular en su boca. – Way to go – dice el actor porno, mientras que la sumisa actriz lo sigue excitando.

Yo siento un vacío profundo que me hace cambiar de canal al 35, el TV5 o canal francés, que escucho a menudo, al tiempo en que se acentúa la depresión del día y pienso que si bien no toda forma de pornografía es abominable, a mí, aquella escena que acabo de cambiar, me produce escozor. Apago la televisión y me enviste una disyuntiva. No sé por cual trabajo comenzar. Si por el de Virginia Wolf: analizar en su cuento “Kew Gardens”, cómo se da la perspectiva del mundo subjetivo en relación con el mundo objetivo; o empezar por el de Siglo de Oro, en donde debo exponer y explicar en qué medida Sancho modifica la función que cumple dentro de la obra en la aventura de los molinos de viento; o por el de Literatura española contemporánea, en el cual tengo que hacer un análisis del libro La rebelión de las masas de José Ortega y Gasset; o bien por el ensayo del libro de Sthendal, Le rouge et le noir, que se pierde en un arrume de libros regados por el suelo de mi cuarto. Prendo el computador. Así siga pensando en Catalina que no me ha llamado y que ya no me llamó, me doy cuenta que debo escribir lo que tengo en la cabeza, lo cual, de cierta manera, me alivia. Apago el celular, y dejo que la noche me consuma.

* Dobrou noc: Buenas noches en lengua checa.




 

La Novia del Torero

CAPITULO I

Cuando Camila vio al hombre sentado en la banca, supo que era el mismo que la había violado años antes en la estación del metro.

Su cuerpo quedó helado, como si todos sus músculos y tendones se hubieran comprimido. Un sentimiento de angustia la abordaba.

Lo miraba fijamente recordando esa escena que había cambiado su vida por completo. Siguió caminando mientras disimuladamente observaba las facciones gruesas, que le daban forma al rostro moreno y a los ojos negros, que de repente la miraron.

Aceleró el paso intentando no mirarlo más, mientras se alejaba del parque rogando que el hombre no la hubiera reconocido, así como ella lo había hecho.

Se escabulló entre la gente. Su corazón latía con fuerza. Recordaba aquella escena olvidada y que no había vuelto a recordar, con la frecuencia de los primeros años.

Era como si el tiempo se hubiera devuelto. Su cuerpo contra el piso frío de baldosa se estrellaba de nuevo una y otra vez, con aquel falo, que la penetraba con fuerza y decisión.

Pensó en lo miserables que habían sido los días posteriores, en la humillación proyectada al mundo, como si fuera un espejo en el que se podía ver.

Aquel extraño olor a sexo que se desprendía del hombre, volvía a entrar en sus narices despertando todo aquello que había guardado en aquel momento, para no contarle a nadie.

Sus pasos seguían marchando a un ritmo acelerado, cuando llegó al edifico en el cual quedaba ubicada la aseguradora en donde trabajaba. Sólo allí pudo mirar hacia atrás para constatar que no la había seguido.

Respiró más tranquila, aunque su corazón continuaba marcando pulsaciones desconsoladas. Pudo tranquilizarse cuando entró a su oficina, sentándose enfrente del computador que la esperaba, para iniciar un largo día de trabajo.

Hubiera querido no haber visto a aquel hombre de nuevo. Algunas noches tenía sueños en los que recordaba sus ojos fuertes mirándola, mientras fornicaba un cuerpo que para ella se había vuelto ajeno.

Pasaron años antes de que Camila volviera a preocuparse de su cuerpo, antes de que volviera a sentirlo como propio. Ahora que había dejado atrás sus miedos, sintiendo un arraigado amor propio por su carne, volvía a verlo.

Le preocupaba, que sus miradas se hubieran cruzado por un instante. Que de sus ojos aterrorizados, hubiera dejado salir aquel terror profundo y delatador.

Prendió su computador y mientras veía el signo de Microsoft en la pantalla, pensó en el torero. Le debía tanto.

Sólo con él había logrado reivindicar su personalidad auténtica, sólo con él había logrado volver a la normalidad de la vida. Con él sus ojos tenían brillo; con él estaba segura, se sentía protegida y se dejaba llevar por las circunstancias sin pensar en sus consecuencias. El torero había sido para ella el renacimiento de sus instintos, veía en él arte y el sentido de la existencia.

Ahora que estaba tan lejos, se apoderaba del miedo y volvía a sentirse miserable.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Hacía meses que no lo veía. Desde aquel día en que lo había llevado al aeropuerto y él y su universo se habían desplazado a España.

Camila no se lo reprochaba, entendía que el sueño de Felipe había sido el de torero y ahora que lo estaba logrando no se interpondría. La oportunidad que había tenido de irse, por fortuna le había llegado en un momento de su vida, en donde las circunstancias para él eran dispersas y enredadas.

Aquel día, cuando lo vio entrando a la sala de emigración, antes de montarse al avión, entendió que su vida debía continuar y que por fin, llegaba la hora de dejar atrás su pasado. No importaba si Felipe volvía o no a Colombia, lo importante era que se había dado cuenta de que ella también podía hacerse de la vida, sintiendo el aire fresco entrar por sus narices con un halo de esperanza.

Pulsó las teclas del computador para ingresar su clave secreta. Debía entregarle a su jefe un concepto sobre el seguro de vida al medio día y aún no lo había empezado.

Intentó no pensar más en el hombre sentado en la banca. Por un instante deseó que se tratara de otro hombre de facciones similares. De todos modos, sabía que aquella mirada era inconfundible. No valía la pena justificar la circunstancia. Se trataba de él y no había nada que hacer.

El resto del día transcurrió sin sobresaltos. Solo se acordó de lo acontecido, cuando se preparaba para irse de la oficina.

No le prestaría mucha atención al episodio. Estaba segura que el encontronazo con el violador había sido fortuito.

Cuando llegó a su apartamento, luego de una larga caminata desde la calle setenta y dos hasta la calle ochenta y una, volvió a sentirse segura y a reafirmar, que el azar había sido el único causante del encuentro.

Habían pasado muchos años. Camila era una mujer distinta; ya no era la jovencita débil, a la que los hombres intentaban engañar para acostarse con ella. Era una mujer con temple y jerarquía que había logrado ascender profesionalmente en la aseguradora, luego de graduarse de derecho.

Recostó su cabeza sobre la almohada para descansar un rato. Miraba el cuadro de colores; las manchas rojas azules y negras, se proyectaban terminando en el rostro abstracto de un torero.

Le hacía mucha falta; sus facciones, sus gestos fuertes y sensibles. Era su salvador.

Se escurrió para empezar a tocarse suavemente los senos. Con frecuencia lo hacía. Pensaba en él y tocaba su cuerpo, como si con aquella actitud, lo volviera a tener en sus brazos, a tocar su piel recia, sus músculos definidos, estrechar aquel olor a hombre que tanto le gustaba.

De la palma a las yemas de los dedos, una caricia continua en su pezón.

Retiró su camisa para seguir acariciándose. Pensaba en el torero, en su propia soledad, en la ilusión de vivir a su lado de nuevo. De su barba recia a sus ojos negros y penetrantes estaba el sabor de los cuerpos, los besos bifurcados, las rutas de la boca en búsqueda de nuevas formas, elongaciones inexploradas, cabos y nabos, cómo si de ellos al mundo, los instintos del alacrán y aquel sentir libre de los insectos.

Del pezón a su vientre y luego a su bajo vientre. Con sus dedos desabotonó el pantalón para bajar la cremallera. Deslizó su mano por debajo de sus calzones, sintiendo su peló púbico. Su pubis se dejaba llevar por la caricia; era el torero quien lo hacía.

Y del cuadro a sus ojos los colores que se la llevaban. Viajaba a los campos ibéricos. En sus gestos placenteros se desaparecía su cuarto. Se encontrara en la arena de una plaza de toros vacía. Siempre había querido que el torero le hiciera el amor sobre la arena, sintiendo el sol sobre su piel desnuda. Soñaba con sentir su falo firme y recio penetrándola, mientras se rozaba con los granos tibios que sobre el suelo sostenían los cuerpos.

Lo adoraba...

Se bajó los pantalones para tocar con mayor fuerza su pubis, alcanzar el clítoris y volver a subir su mano, sintiendo que aquel movimiento, la alejaba de su soledad. Lo repetía una y otra vez, mientras con su otra mano seguía palpando su pezón para darle forma.

Del torero a ella la cinética, el encuentro de los cuerpos que se volvían a encontrar. El mundo se volvía uno solo. Era el Aleph, en donde todos los sitios eran uno solo y las personas se encontraban para amarse y desearse.

Del movimiento ascendente al movimiento descendente, volvía a ver su rostro por primera vez. Se acordaba del día en que él se había acercado a ella, para decirle que le parecían muy lindos sus ojos. De alguna u otra manera, había accedido a que un perfecto desconocido, se le acercara en la calle y le tomara unas fotos.

A la semana siguiente, las había recibido por correo con una nota que decía: “De tus ojos al mundo, el espíritu de los pájaros y la fuerza del viento, como si la naturaleza fuera única y dinámica” .

El torero la convenció, para dejarse tomar unas fotos en la ciudad. Decía que Bogotá tenía unos sitios muy bellos. La combinación de estos con Camila, hacía de las fotos obras de arte.

Las imágenes blanquinegras, expresaban su feminidad en contraste con la naturaleza y la ciudad. El torero decía que los tres elementos más importantes del arte eran esos. Mujer, naturaleza y ciudad. Todo lo demás era una degradación de las imágenes y de los sentidos. No soportaba los escritos con tendencias políticas. Consideraba que la evolución del mundo hubiera sido más acelerada, si los esfuerzos de la humanidad hubieran estado encaminados hacia el desarrollo de la tecnología, antes que al desarrollo de las ideas.

Lo adoraba...

Dejó de tocarse el pezón, para acariciar su entrepierna. Su respirar era acelerado. Sentía la sangre correr por su cuerpo salvaje.

“De tus ojos al mundo, el espíritu de los pájaros y la fuerza del viento, como si la naturaleza fuera única y dinámica”. Era lo más lindo que le habían escrito en la vida. Su mano seguía el movimiento rítmico que terminaba en su clítoris para excitarla. De ella al mundo el calor y la manifestación del deseo. El amor era dolor; en lo bueno había malo y en lo malo había bueno.

Con la compresión de su esfínter llegó el orgasmo, dejando salir aquel sentido aéreo que la poseía cuando se venía. Sintió la relajación de su cuerpo. Permanecía medio desnuda sobre la cama, con su mirada fija sobre el cuadro.

Lamentaba la ida de su novio. La había enamorado y luego se había marchado dejando en ella los recuerdos y las fotos.

Tantas imágenes se desprendían. Sitios, manifestaciones, formas y colores, como si lo que importara fuera la disposición de una cosa al lado de la otra. Camila estaba al lado de las enredaderas, paralela a la calle y a un camino de árboles que se prolongaba hasta el final del papel rectángulo.

Al lado del cuadro yacía la foto. La trilogía solo era completada por un retrato a lápiz, que había hecho de ellos, un pintor bohemio en Santa Marta, la última semana santa antes de que se fuera el torero.

De la trilogía a ella su cuerpo desnudo. Se entregaba de nuevo a él y solo a él, a nadie más.

Hubiera querido no interrumpir aquel momento de intimidad; que su tristeza alegre se hubiera prolongado para siempre, pero le entró una llamada telefónica, que la sacó de su trance.

Era Isabel, su amiga del trabajo, que la llamaba para recordarle que aquella noche tenían una comida en casa de otro de sus compañeros. Luego de colgar con ella, subió sus pantalones y se levantó de la cama para ir al baño y mirarse al espejo. Observaba los ojos claros y profundos, de los que se había enamorado el torero.

Sus femeninos movimientos se desplazaron a la sala de su apartamento, en donde colocó el último disco de U2, antes de sentarse en el sofá y mirar los cerros orientales de Bogotá, los cuales se alcanzaban a ver desde la ventana. No había vuelto a pensar en el violador.

La canción “Beautiful day”, del álbum “All that you can’t leave behind” se apoderó del entorno. En su significado, encontraba una nueva fuerza motivadora. Sabía que iba a salir adelante de nuevo. De hecho estaba contenta con su vida.

El día hermoso salía de los parlantes, entrando a su conciencia de una manera vertiginosa. Sabía que si el torero no volvía, por lo menos le quedaba el recuerdo, la satisfacción de haber vivido un momento muy importante de su vida, con una persona que la había llenado de figuras mágicas y de matices.

Del día hermoso a la sensación de alivio, un mundo lleno de posibilidades y de manifestaciones. Era joven y tenía toda su vida por delante. No dejaría que ninguna situación o circunstancia, se interpusiera entre ella y sus sueños. Iba a ser una persona feliz, conocer a un hombre y tener hijos, así como cualquier mujer normal.

Entendió que no debía volver a pensar en el violador, aquel encuentro matutino no correspondía a nada distinto que a una mera coincidencia, por lo demás desagradable.

La tarde caía suave sobre la ciudad. Los cerros se oscurecían, apareciendo como gigantes oscuros pero tímidos.

Recostó su cabeza sobre el descansa brazos del sofá, estirando su cuerpo delgado para acomodarse. Seguía escuchando el nuevo disco, que le había regalado un amigo de la oficina llamado Esteban.

Recordó la mueca seria del hombre, quién le manifestaba que desde hacía algún tiempo, estaba enamorado de ella. Le insinuaba la posibilidad de ser unos mejores amigos, teniendo en cuenta la lejanía del torero. La verdad, a Camila no le gustaba para nada. Lo consideraba una persona sin carácter, débil y sin ideas fijas; siempre iba con la corriente que más le favoreciera. Su falta de convicción y de jerarquía incluso la molestaban.

¡Ah!, pero U2 era su preferido y él se lo había regalado, porque sabía que ella se moría por el grupo irlandés, el cual le despertaba sentimientos profundos y sensibles. Camila decía, que la banda en sus canciones, era capaz de proyectar los sentimientos más puros de la vida de las personas.

Por eso le gustaba tanto el torero, porque era una persona sentimental y artística, capaz de producirle manifestaciones que nadie en el mundo había logrado despertar. Recordó aquel último viaje, que se le venía a la cabeza una y otra vez. La playa de Santa Marta con el hombre de su vida. Los besos que lograban en ella escalofríos. Las caricias y gestos que la hacían sentir especial y auténtica; única.

Y de la cuchilla a su piel suave, la mano recia del torero. Con aquella manifestación, el hombre regresaba al origen del mundo, para venerarlo y admirarlo.

Su cuerpo moreno por el sol se resbalaba sobre unas cobijas suaves y tersas, por las que su novio se deslizaba para acercarse a ella. Conservaba aquel recuerdo fuerte de Felipe sosteniendo la navaja, para empezar a afeitar sus pelos púbicos.

El decía que su pubis afeitado simbolizaría el paso del tiempo durante su viaje. Cuando volviera de España, aquel salvaje animal, estaría de nuevo forrado por los pelos.

La navaja pasaba por su abdomen para deshacerse de los bellos iniciales, antes de bajar por el abismo y empezar a deshacerse de los pelos más íntimos de Camila.

Aquel roce de las cuchillas, producía en ella espasmos prolongados por su cuerpo. Dejar que el torero afeitara su pubis, para luego seguir con su vulva y su ano, generaba en ella una confianza profunda, nunca antes experimentada.

Decidió llamar a su amiga Isabel para decirle que no iría a la comida. Allí estaría Esteban y le parecía bastante aburridor, soportar sus insinuaciones durante la noche. Además quería estar tranquila. Desde que se había mudado de la casa de sus padres, su vida se había vuelto mucho más llevadera. Al llegar del trabajo se preparaba algo de comer, para luego ducharse prolongadamente con agua caliente, o sencillamente ponerse a leer sin que nadie la perturbara. Algunas veces incluso, desconectaba el teléfono, evitando que llamadas inoportunas, desconcentraran su atención de las palabras del autor de turno.

Las peleas desgastadoras con sus padres eran cosa del pasado. Agradecía el hecho de no tener que soportar las recriminaciones de su madre hacía a su padre, cuando éste llegaba tarde en la noche, luego de jugar billar en el club con sus amigos.

Para Camila era inconcebible que después de tantos años, su madre tuviera una inseguridad tan arraigada, con respecto a las llegadas nocturnas de su padre. Parecía que no lograba superar aquella infidelidad de hacía tantos años, cuando lo había encontrado haciendo el amor en la casa de su mejor amiga.

Camila solo esperaba no llegar a ser tan paranoica, así como se había vuelto su madre con el paso de los años.

Encogió su cuerpo sobre el sofá, para continuar viendo las montañas oscuras de los cerros de Bogotá. Al recordar aquella coyuntura de sus padres, y lo malsano que podía ser vivir en su casa paterna, apreció inmensamente la tranquilidad de su soledad.

Estiró su brazo para levantar el teléfono inalámbrico y marcar a casa de Isabel. Sabía que ésta se molestaría con ella, ya que si no iban juntas, ella tampoco lo haría. Las reuniones y comidas con los demás abogados de la aseguradora generalmente eran tediosas. Siempre se tocaban los mismos temas de conversación. Catalina Carvajal terminaba hablando de si misma, como si fuera el centro del mundo, o como si a alguien le importara los múltiples novios que había tenido.

Una vez que colgó con Isabel, se levantó del sofá para preparar su comida.

De las anchoas y las aceitunas que se revolvieron con la salsa de tomate, luego con la pasta y el aceite de olivas, saboreó el napolitano sentir. Camila no era muy buena para la cocina, pero desde que vivía sola, había mejorado mucho.

Después de comer, cepilló sus dientes y se metió entre las cobijas de su cama, para recitar un padre nuestro y un ave maría. Siempre lo hacía. Le agradecía a Dios por todas las cosas buenas que le había dado y hecho por ella. Después pedía por la salud y el bienestar de su familia y de sus conocidos.

Apagó la luz para dejarse llevar por una oscuridad tenue. Por entre las cortinas delgadas de su cuarto, se colaban los rayos de luz, que provenían de los postes del municipio que iluminaban las calles.

Volteó su cuerpo para acomodarse mejor. En su mente se pintaban de nuevo las paredes. Bajaba por las escaleras del túnel que conectaba con un conducto prolongado y oscuro, adentrándose en la tierra.

Acababa de dejar la universidad y se dirigía a su casa, sus pasos eran acelerados y su respiración agitada, dejaba entrever la angustia que la poseía. Sentía los pasos del hombre cada vez más cerca. Por más que intentara dejarlo atrás, éste le recortaba el espacio.

Corrió atravesando el corredor, para luego entrar a otro y desembocar finalmente en la estación del metro. No había nadie más en ella. Se detestaba por haber salido tan tarde de la biblioteca central. Sabía que después de cierta hora, era peligroso agarrar el metro y aunque el transmilenio fuera más lento, seguía siendo una mejor alternativa.

Su corazón latía con fuerza, el silencio de la estación aparecía ante ella, fantasmal. El metro no llegaba para sacarla del estado que la poseía. Entonces vio por entre los espacios que demarcaban el destino de su error, aquellas facciones gruesas y los ojos negros que la miraban penetrantes.

El hombre caminaba hacia ella, con la seguridad que le brindaba aquella cueva construida por los hombres. Sobre el silencio, solo se escuchaba la respiración acelerada de Camila y una leves palabras que decían: “No me haga nada por favor, no me haga nada”.

Camila daba pequeños pasos hacia atrás a medida que su victimario se acercaba a ella. Del espacio a la circunstancia, momentos de apremio y soledad infinita. Intentó correr para salir de la estación, atravesando los conductos que la llevarían hacia la superficie, pero en un ágil movimiento el hombre la contuvo y se cayeron al suelo.

Camila lloraba mientras sentía como rompían su camisa. El violador le lamía la cara mientras ella pedía auxilio de manera infructuosa. Sentía el cuerpo pesado e inmisericorde del hombre sobre ella, aplastándola. Intentaba lanzarle golpes, pero la fuerza femenina terminaba rendida ante el peso y los músculos fuertes, de la persona que la levantó tapándole la boca.

Se miraban fijamente...

Ella respiraba con fuerza entre las manos del hombre, quién la fue alejando de la luz, para adentrarla en la oscuridad.

En ese momento, pudo ver las luces lejanas del metro que se acercaba.

El hombre la arrastraba por entre los rieles y el cemento frío. La tiró bruscamente sobre el piso, antes de que el tren pasara a su lado. Solo lograba ver las ruedas sucias de los vagones, a escasos centímetros de distancia.

Volvió a levantarla, para alejarse un poco más de la estación por entre el túnel. Acariciando su pelo, le advirtió que si gritaba o decía una sola palabra, la mataría.

Camila recordaba el frío cuchillo contra su rostro y su cuello. Del destino a la manifestación de los seres, la represión y el sentido que no se entiende. Desgarró sus pantalones para bajarlos y dejarla tendida sobre el suelo. Rendida a sus pies y más...

Sentía el piso frío como un preludio de lo inevitable. Pensó en las tantas veces, que sus padres le habían advertido no agarrar el metro después de la seis de la tarde. Bogotá era un sitio peligroso.

De ella a la manifestación del olvido o de los cuerpos, un fugaz aliento y un sentimiento de culpa y reproche.

Observaba al violador sacando su pene, para luego untarlo con sus propias babas. Camila sintió como su cuerpo se tensionaba. El hombre se agacho para penetrarla. El hermoso reducto que había sido de ella siempre, dejaba de ser propio.

Su cuerpo contra el piso frío de baldosa se estrellaba de nuevo una y otra vez, contra aquel falo que la penetraba con fuerza y decisión.

Su cuerpo contra el piso frío de baldosa se estrellaba de nuevo una y otra vez, contra aquel falo que la penetraba con fuerza y decisión.

Su cuerpo contra el piso frío de baldosa se estrellaba de nuevo una y otra vez, contra aquel falo que la penetraba con fuerza y decisión.

Del delito a las percepciones había un camino infinito y perdido...

Del delito a las percepciones había un camino infinito y perdido...

Del delito a las percepciones había un camino infinito y perdido...

Su cuerpo no era más su cuerpo. Era el cuerpo de otra persona, o el del violador. En ella caían las babas del hombre, las caricias sobre sus pechos. En su vagina, el primer sentido del sexo; la bienvenida no era cálida sino fría.

El techo de roca amarillenta, era el testigo de los demonios que aparecían, como un conglomerado de sentimientos enredados. Durante muchos años posteriores, siguió viendo aquel techo en su mente.

De ella al mundo un falo que la penetraba y que ella no sentía. Y aunque de su vagina a la realidad, la sangre y el himen que se desgarraba para darle paso al semen, el llanto frágil sobre unas facciones delicadas y finas, que no conseguían hacer nada para evitarlo.
Debía esperar a que el hombre acabara.

 

Unos duermen; otros, no.



CAPITULO I

El día que conocí al Albatros murió mi hermano. El destino puso en la balanza todo lo bueno y lo malo de la vida en un mismo momento. A mis veintiséis años, me sentía lleno de energía. Hasta ese momento veía la existencia con naturalidad, sin comprender que hay un hilo delgado entre la respiración que nos brinda el aire y la ausencia que nos lo quita. Aquella tarde, luego del almuerzo, pasaba caminando frente al Europeo cuando sentí una mirada clavada sobre mi. Temí que fuera Pinillos pero al cabo de unos pasos, escuché una voz suave que me dijo, -¡oiga usted!

Me volteé, sintiendo como los ojos del Albatros penetraban los míos. Verónica era una mujer joven, al principio de sus veinte. Ansiaba explorar un mundo aún desconocido. Su mirada demarcaba esperanza al tiempo en que sus gestos se apoderaban de los sentidos. Muchas veces imaginé aquellas facciones suaves dibujadas, unos pómulos curvos que terminaban donde comenzaba una nariz ascendente, prolongada hasta unas cejas tupidas, erigidas como riscos.

- Mucho gusto, Verónica Valdenbero - dijo en un tono seguro alargando su brazo para estrecharme la mano.

-El gusto es mío, Boris Estefan.

- Siempre te veo pasar por aquí.

- Trabajo en una oficina de abogados cerca.

- Ten mi teléfono, un día de estos podemos tomar un café.

- Claro que sí.

Lo guardé y continué mi camino hacia la firma Pinillos, Barros & Segrera ubicada cerca al edificio del periódico El Tiempo, al lado de los Juzgados Civiles Municipales y al Tribunal Superior de Bogotá. Desde hacía meses esperaba conocer a aquella mujer que finalmente y por su propia iniciativa me había abordado. El Albatros se presentaba como una puerta en mi vida, a través de la cual, saldría de una cotidianidad generada por un trabajo monótono. Entré a una edificación que por fuera dejaba entrever el paso de los años, pero que por dentro había sido remodelada a fin de alojar las oficinas más elegantes y prestigiosas de la Capital. Pisos de mármol, lámparas de cristal traídas desde Bohemia y papeles de colgadura importados desde Francia, eran algunas de las decoraciones utilizadas en la recepción y en los corredores. El doctor Segrera me llamó a su despacho con un rostro serio y adusto. Caminé hacia él con temor imaginando lo que Pinillos le hubiera podido haber dicho.

- Parece que sucedió algo grave en tu casa. Ve a la Clínica del Country que tus padres te esperan allá.

- Cómo así; pero ¿que pasó?

- Ocurrió una tragedia.

- ¿Cuál tragedia?

- No te sé decir bien; pero anda rápido que te esperan.

Abandoné la oficina bajo la mirada atónita de mis colegas y los otros empleados. Me abalancé a la calle sin medir los espacios. Empecé a correr atravesando las avenidas y los cruces del caótico centro de la ciudad. Luego de algunas cuadras atestadas de vehículos por fin logré tomar un taxi.

- ¡Rápido! A la Clínica del Contry por favor.

- Eso está imposible por allá.

- ¿Por qué?

- Por lo de la bomba.

- ¿Cuál bomba?

- No ve que pusieron una bomba en el parque de la 93 y hay muchos heridos.

Un escalofrío me cruzó. En la radio informaban los detalles del atentado. La culebra citadina se movía lenta por las calles de una ciudad convulsionada. Llegué a la clínica después de un tiempo. En el lobby de aquel sitio reinaba la confusión. Hombres y mujeres lloraban, los enfermeros no lograban contener a la gente. Logre escabullirme entre la multitud, preguntándole a la recepcionista por mis padres. No me supo decir nada. Indagué por mi hermano. Miró una lista y cambiando de rostro me dijo que lo lamentaba. Sentí un golpe en el estómago. Me dejó pasar a urgencias en donde me informaron que mis padres se habían marchado después de identificar el cadáver. Pedí que me dejaran verlo, pero el laboratorio de criminalística ya se lo había llevado a las dependencias de Medicina Legal. Recordé mis clases de procedimiento penal y los levantamientos de cadáveres, con la imagen de cómo eran embarcados los cuerpos en una camioneta de la policía a la que le decían ‘la paletera’. La evocación de aquello me produjo ganas de vomitar. Corrí hacia la puerta de la clínica, bajando por la escalera que daba contra un pequeño parque situado al lado de la Avenida Quince. Mi almuerzo se esparció sobre los geranios y la tierra.

Miré la calle pensando en mis padres. Recordé la cara de Tufik. Acababa de llegar de un viaje por Europa Central. La nueva ola de violencia que sacudía al país, al fin nos acariciaba. Tocaba a nuestra puerta aquel ser vestido de negro, que pensábamos jamás depositaría sus nudillos cenizos en nuestras vidas. El navío libanés de Khalil Gibran llegaba por mi hermano para llevárselo de una isla de la que era desterrado sin razón. Tufik, mi hermano del alma y mi amigo. Parecía desvanecerse con las imágenes que se repetían una y otra vez. Caminé hacia la casa de mis padres recordando su viaje a Polonia. Tenía la idea de radicarse en Varsovia. Entretanto, realizaba contactos para intentar establecer rutas de intercambio comercial entre aquel país y Colombia. Teníamos mucha afinidad. Ambos podíamos resbalarnos en tijeretas repetidas y ágiles, sin importar que nuestros muslos quedaran rasgados por el pasto, hacer mención de los momentos más gloriosos del fútbol mundial, recitar los nombres completos de los jugadores del equipo del Brasil del setenta, describir las jugadas plásticas que dibujaban sobre la cancha los integrantes de La Naranja Mecánica.

Mi madre se abalanzó entre mis brazos al verme. Apenas podía contenerla mientras la apretaba con fuerza. Hacia la ventana que daba contra la calle, yacía mi padre momificado en sus gestos.

- ¿Qué estaba haciendo ahí Tufik? Por Dios, no lo entiendo – gritaba desconsolada.

- Tranquila mamá.

- La guerra ha tocado nuestra puerta – dijo mi padre.

- Todo esto es tú culpa Butrus.

- Por favor mamá, cálmate. Papá no tiene nada que ver.

- Claro que sí; todo es culpa de él.

- Mamá no digas esas cosas.

El informe posterior de la unidad de reacción inmediata de la Policía, indicó que fue encontrado con una cámara fotográfica en las manos. La muerte de Tufik Estefan Porvorsky, significó para nosotros el inicio de un sentir de existencia resquebrajada, el comienzo de una época ensombrecida y la ruptura subsiguiente de mis padres.

El atentado fue un miércoles, de manera que sólo volví al trabajo el lunes siguiente. Esa semana fue lánguida. Realizaba memoriales sin convicción, escribía cartas a clientes mientras en mi mente se reflejaba el rostro de mi hermano. Ofelia, mi compañera de puesto, me repetía que intentara no pensar en él. Era imposible, como imposible es agarrar la luz o respirar agua.

Tufik estaba en mi mente cuando apagaba la luz de mi cuarto por las noches, en los adoquines de las calles, en los eucaliptos y en las sombras. Nos sentábamos en la mesa los tres sin que nadie dijera una palabra. Tal vez todo estaba dicho. En nuestras cabezas se fraguaba la detonación, como ametralladora asesina, que dejaba su plomo en las fachadas y monumentos de Varsovia o Bogotá. Nada que decir. A pesar del amor, la lejanía era grande y tenía varios brazos. Luego del almuerzo, retornaba a la oficina para seguir observando a mi hermano en la pantalla del computador, en los rostros de mis compañeros y en la ciudad, como si cada rincón guardara un momento de su vida aún expectante y anduviera por ahí caminando con su cámara fotográfica. Un oscuro panorama se asentaba sobre nosotros.

Después de la jornada laboral volvía a casa junto a ellos. Nos mirábamos dejando que la noche nos tragara imponiendo su propio silencio. Un día era igual a otro. El futuro no existía. El tiempo nos conducía a un punto de partida. El día de la muerte de mi hermano representó el fin de una época y el comienzo de otra.

Hacia el final de aquella semana, el doctor Pinillos se acercó a mi cubículo a decirme que mi rendimiento laboral había decaído mucho. Ese hombre, que solía no devolver el saludo a sus empleados cuando estos le daban los buenos días, tuvo la osadía de mencionar que mi trabajo no le servía a la Firma. Lo miré con desconcierto. Un nudo indisoluble se formó en mi garganta.

-¿Este memorial es suyo? - preguntó, enterrándome sus grandes ojos. Levanté la cabeza del computador para enfocarlo. Miré el memorial y le dije: - sí.

Arrojó con violencia la carpeta dentro de mi bandeja de entrada.

- Repítalo todo de nuevo; no entendió nada de lo que le pedí.

Quise saltarle y morderle la yugular. Repetí el memorial pensando en que había maneras diversas de decir las cosas. Al marcar el reloj la una de la tarde, apagué mi computador y llamé a mi madre diciéndole que no iría a almorzar, debía revisar mi apartamento. Una fila de carros se prolongaba sobre la Avenida Jiménez dibujando a la culebra citadina. Hacía poco la habían reconstruido, entregándole un aspecto colonial. Por ella bajaba un canal de agua desde Germania hasta la carrera séptima, emulando la olvidada imagen del río San Francisco, que en alguna época descendía por ahí.

Aún no terminaba de digerir el enojo causado por Pinillos cuando observé sus ojos. Me miraron de manera fija entre la luz artificial que brillaba en el recinto. Su ceja derecha se elevó algunos centímetros. Entré al almacén.

- Hola; ¿tienes un minuto?

La mujer dio un vistazo y me acompañó afuera.

- Me alegro de verte. ¿Te acuerdas de la bomba que estalló en el parque de la noventa y tres?

- Como no me voy a acordar si ese día nos conocimos.

- Mi hermano murió en el atentado.

Me abrazó con fuerza. Advertí su cuerpo delgado contra el mío. Sentí que la conocía de toda la vida. Olí el aroma de su pelo largo resbalando por sus hombros hasta la mitad de la espalda. La suavidad de su figura me transportó lejos, acercándome a otros sitios donde no me acordaba de mi hermano. Dijo que las palabras no bastaban para expresar cuanto lo sentía.

- ¿Tienes tiempo para almorzar? - preguntó.

- Una hora.

Fuimos a un restaurante cercano. Era jovial y espontánea. Me contó cosas de su vida. Se había graduado del colegio y estaba trabajando mientras le salía la visa australiana de residente. Soñaba con irse a estudiar administración de empresas. Me miró con unos ojos verdes luminosos en los que se albergaban sus sueños y se escondían sus secretos. Tomó mi mano repitiéndome que lo sentía mucho.

- ¿Y tu trabajo? dijo cambiando de tema.

- ¿Mi trabajo?

Estaba cautiva, como si fuera presa de exaltación. Las miradas eran frases con las que podíamos dibujar nuestros sentidos.

- No sé qué decirte.

- No te entiendo.

- Soy abogado. Uno más de los esclavos de Pinillos, Barros & Segrera.

- ¿Cómo así?

- Tengo problemas con mi jefe. Es un tipo intransigente que piensa que si maltrata a las personas éstas le van a responder.

- Bueno, es un problema de muchos ¿no?

- Supongo.

- Gente así hay en todas partes…

- ¿Por qué me hablaste Verónica?

Se sonrojó. Un silencio la contuvo.

- Es que… es que… Bueno es que me gustas.

- Quieres que te confiese algo. Yo también tenía ganas de hablar contigo.

- ¿Y por qué no lo hiciste?

- No lo sé. Varias veces estuve a punto.

- Pero no lo hiciste y por eso lo tuve que hacer yo.

Sentí una fuerte conexión. Nos levantamos de la mesa hacia las dos y media. La acompañé al almacén y luego caminé con paso acelerado a la oficina; iba tarde. Albergaba la esperanza de que Pinillos no se diera cuenta de mi retraso. Cuando entré a la oficina y prendí mi computador, Ofelia me indicó que estaba buscándome. Me esperaba en su despacho. Sentí rabia y culpa a la vez. Me recriminé a mí mismo por haber llegado tarde.

- ¡Mierda! - exclamé mientras terminé de encender el computador.

- ¿Me necesita? - le pregunté, luego de entrar a su despacho y mirarlo de manera desafiante.

- ¿Ya me tiene el memorial listo?

- Aún no - respondí.

- ¿Por qué no? Se lo devolví a las once de la mañana. Además, usted está llegando tarde, no tiene excusa para no tenerlo listo -.

- ¿Qué quiere que haga? Usted ni siquiera me explicó qué fue lo que no le gustó del memorial en primer lugar, además, estaba en un almuerzo -. Me sorprendí hablándole de aquella manera.

- El memorial no es claro. No está haciendo una enumeración de los hechos que anteceden el recurso de reposición.

- Claro que no estoy enumerando los hechos, porque ya han sido enumerados en memoriales anteriores que reposan en el expediente.

- Se equivoca Estefan, porque a los jueces siempre hay que llevarlos de la mano; un juzgado puede manejar más de mil expedientes. ¿Usted cree que los jueces se acuerdan de cada uno de los procesos que se adelantan en sus juzgados?

- No sé, pero si es un juez medianamente recursivo, sabrá que en el expediente se encuentran los antecedentes del caso.

- Créame que no hay jueces recursivos y aprenda, como mecánica jurídica, que en los recursos de reposición siempre se enumeran los antecedentes.

- Bueno, perfecto, pero la próxima vez le agradeceré que me indique qué es lo que no está correcto del memorial para que yo sepa lo que quiere -. Di media vuelta con seguridad y me alejé de su despacho. Al llegar a mi cubículo me sentía victorioso. Me senté y observé a Ofelia, quien con unos audífonos, se escondía del ambiente pesado que reinaba en la oficina. Sentí lástima, la pobre lloraba todos los días por causa de Pinillos. Observé sus facciones desdibujadas mientras sentí un inmenso vacío, cuando le dijo: – No piense, Usted no está aquí para pensar.

- ¿Cómo te fue en el trabajo? - me preguntó mi padre cuando volví al apartamento en horas de la noche. Sus ojos estaban ausentes. Miraba la calle como lo hacía desde la muerte de mi hermano.

- Bien papá, gracias. ¿Tú cómo estás? -. Su mente podía estar en Beirut o en el rostro altivo de mi hermano.

- ¿Dónde está mamá? - le pregunté mientras aflojaba mi corbata y me desamarraba los zapatos.

- Se fue.

- ¿Cómo así?

- Sí, se fue. Me la quitó la vida así como algún día me la dio -. No me miraba. Observaba la calle, los postes de luz que alumbraban el coliseo del Liceo Francés.

- Me puedes explicar qué es lo que estás diciendo, no entiendo nada de lo que pasa.

Silencio. Silencio prolongado. Silencio.

- ¿Dónde está mamá? papá.

- Ya te lo dije: se fue. ¿Tú sabes lo que es perder un hijo, Boris, tú lo sabes?

- Sí, pero ella tampoco te puede culpar a ti, tú no mataste a Tufik, lo único que hiciste fue traértela a Colombia.

- Tu mamá, Boris, la quiero tanto, pero es un ser tan difícil de entender.

Aquellas palabras se repitieron luego en mi cabeza. “La quiero tanto, pero es un ser tan difícil de entender...”.

- Dijo que se iría por un tiempo e insistió en que no la buscáramos. Esas cosas pasan, hay momentos en la vida en que las personas necesitan estar solas.

- ¿En dónde está hoy papá? ¿En dónde va a pasar la noche?

- No lo sé Boris, no lo sé, tú sabes que casi no habla desde la muerte de Tufik. Tomó alguna ropa, la metió dentro de una maleta y se fue.

Sentí rabia. ¿Cómo era posible que se hubiera ido sin siquiera decir adiós, a mí, a su hijo, al único que le quedaba? Observé las paredes de mi cuarto, viendo en ellas reflejado un sufrimiento que se extendía por el tapete hasta los guarda escobas de madera. Una depresión inusitada hacía mella en las cosas, como si éstas siguieran el destino de sus dueños. No estaba en disposición de hablar con nadie en aquel momento, ni siquiera con el Albatros. A la mañana siguiente me levanté sin ánimos. Deseaba no ir a trabajar, pero no le daría la posibilidad a Pinillos de recriminarme. Mi cuerpo desganado se levantó de la cama con dificultad, así como ocurrió en los días posteriores a la ida de mi madre. Parecía como si se hubiera desvanecido y nadie supiera de ella. Mi padre observaba la calle desde temprano hasta tarde en la noche.

En uno de aquellos días que pasaban intrascendentes, recibí una llamada de Verónica. Buscaba una explicación al silencio. Era jueves, de modo que acordamos salir por la noche. Mi madre aún no se contactaba con nosotros y no tenía claro si era el momento o no de volver a salir. Al llegar al apartamento saludé a mi padre al pie de la ventana y seguí derecho sin decirle nada. Entré al baño y me di una prolongada ducha de agua caliente. El vapor me hizo recordar la vez que nos bañamos los tres juntos luego de perder la virginidad con una niña del barrio a la que le decíamos Libélula. Cómo la fuimos convenciendo de que se acostara con ambos al mismo tiempo. Los ojos desorbitados e incrédulos que él me mostraba cuando le hacía el amor, y ella chupaba mi pene. Eran ojos de fantasía, que observaban la escena pero que no daban crédito. Demasiado bueno para ser cierto. Me vestí, salí del cuarto y me despedí de mi padre.

- ¿Vas a salir?

- Tengo una cita.

- ¿Crees que ya es hora salir de nuevo?

- Voy a ver a una amiga.

- Bueno; si piensas que ya estás listo.

Cerré la puerta y fui por Verónica.

- Hola Boris ¿cómo estas?

- Bien - respondí.

A pesar de que añoraba el momento, mi mente dispersa estaba en otro sitio. Se había quedado con mi padre. Aquel que iba por Verónica no era yo, sino otro que se trashumaba llevándose mi cuerpo. Fuimos a un bar llamado Maderos. Era un sitio calmado en el que nos sentamos sobre unos cojines. El Albatros tomó mi mano de manera espontánea.

- ¿Boris, hace un mes que nos conocimos y no veo que llores por tu hermano?

- ¿Por qué quieres que llore Verónica?

- Porque tu alma está dolida.

- Ni siquiera te conozco. ¿Por qué quieres que llore delante de ti?

- Es bueno llorar ¿sabes? -. Dejó escapar una lágrima. Lloramos juntos. Nos tomamos en un abrazo en el que fluía una energía revitalizada. Era una energía con forma de pájaro que me miraba con ojos fijos.

- Debes dejar de culparte por la muerte de tu hermano.

Apretó mi mano. Sus palabras eran dulces pero no deseaba insistir en un tema que me agobiaba. Retiré mi mano de la suya observando sus ojos extrañados. A pesar de la emoción de tenerla a mi lado, sentí que aún no estaba preparado; mi padre tenía razón.

- No estoy listo - dije.

De ahí en adelante se tornó fría. Yo no estaba con ella; yo estaba con mi padre y su dolor, en los espacios descoloridos que dejaba mi madre con su ida, el espanto de un hermano que ya no existía, la última imagen de su cuerpo mutilado.

Mi padre seguía observando la calle. Miraba el asfalto como si no hubiera pasado un segundo.

- ¿Si ves? - dijo sin mirarme - te lo dije.














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