Thursday, March 16, 2006

 

La Novia del Torero

CAPITULO I

Cuando Camila vio al hombre sentado en la banca, supo que era el mismo que la había violado años antes en la estación del metro.

Su cuerpo quedó helado, como si todos sus músculos y tendones se hubieran comprimido. Un sentimiento de angustia la abordaba.

Lo miraba fijamente recordando esa escena que había cambiado su vida por completo. Siguió caminando mientras disimuladamente observaba las facciones gruesas, que le daban forma al rostro moreno y a los ojos negros, que de repente la miraron.

Aceleró el paso intentando no mirarlo más, mientras se alejaba del parque rogando que el hombre no la hubiera reconocido, así como ella lo había hecho.

Se escabulló entre la gente. Su corazón latía con fuerza. Recordaba aquella escena olvidada y que no había vuelto a recordar, con la frecuencia de los primeros años.

Era como si el tiempo se hubiera devuelto. Su cuerpo contra el piso frío de baldosa se estrellaba de nuevo una y otra vez, con aquel falo, que la penetraba con fuerza y decisión.

Pensó en lo miserables que habían sido los días posteriores, en la humillación proyectada al mundo, como si fuera un espejo en el que se podía ver.

Aquel extraño olor a sexo que se desprendía del hombre, volvía a entrar en sus narices despertando todo aquello que había guardado en aquel momento, para no contarle a nadie.

Sus pasos seguían marchando a un ritmo acelerado, cuando llegó al edifico en el cual quedaba ubicada la aseguradora en donde trabajaba. Sólo allí pudo mirar hacia atrás para constatar que no la había seguido.

Respiró más tranquila, aunque su corazón continuaba marcando pulsaciones desconsoladas. Pudo tranquilizarse cuando entró a su oficina, sentándose enfrente del computador que la esperaba, para iniciar un largo día de trabajo.

Hubiera querido no haber visto a aquel hombre de nuevo. Algunas noches tenía sueños en los que recordaba sus ojos fuertes mirándola, mientras fornicaba un cuerpo que para ella se había vuelto ajeno.

Pasaron años antes de que Camila volviera a preocuparse de su cuerpo, antes de que volviera a sentirlo como propio. Ahora que había dejado atrás sus miedos, sintiendo un arraigado amor propio por su carne, volvía a verlo.

Le preocupaba, que sus miradas se hubieran cruzado por un instante. Que de sus ojos aterrorizados, hubiera dejado salir aquel terror profundo y delatador.

Prendió su computador y mientras veía el signo de Microsoft en la pantalla, pensó en el torero. Le debía tanto.

Sólo con él había logrado reivindicar su personalidad auténtica, sólo con él había logrado volver a la normalidad de la vida. Con él sus ojos tenían brillo; con él estaba segura, se sentía protegida y se dejaba llevar por las circunstancias sin pensar en sus consecuencias. El torero había sido para ella el renacimiento de sus instintos, veía en él arte y el sentido de la existencia.

Ahora que estaba tan lejos, se apoderaba del miedo y volvía a sentirse miserable.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Hacía meses que no lo veía. Desde aquel día en que lo había llevado al aeropuerto y él y su universo se habían desplazado a España.

Camila no se lo reprochaba, entendía que el sueño de Felipe había sido el de torero y ahora que lo estaba logrando no se interpondría. La oportunidad que había tenido de irse, por fortuna le había llegado en un momento de su vida, en donde las circunstancias para él eran dispersas y enredadas.

Aquel día, cuando lo vio entrando a la sala de emigración, antes de montarse al avión, entendió que su vida debía continuar y que por fin, llegaba la hora de dejar atrás su pasado. No importaba si Felipe volvía o no a Colombia, lo importante era que se había dado cuenta de que ella también podía hacerse de la vida, sintiendo el aire fresco entrar por sus narices con un halo de esperanza.

Pulsó las teclas del computador para ingresar su clave secreta. Debía entregarle a su jefe un concepto sobre el seguro de vida al medio día y aún no lo había empezado.

Intentó no pensar más en el hombre sentado en la banca. Por un instante deseó que se tratara de otro hombre de facciones similares. De todos modos, sabía que aquella mirada era inconfundible. No valía la pena justificar la circunstancia. Se trataba de él y no había nada que hacer.

El resto del día transcurrió sin sobresaltos. Solo se acordó de lo acontecido, cuando se preparaba para irse de la oficina.

No le prestaría mucha atención al episodio. Estaba segura que el encontronazo con el violador había sido fortuito.

Cuando llegó a su apartamento, luego de una larga caminata desde la calle setenta y dos hasta la calle ochenta y una, volvió a sentirse segura y a reafirmar, que el azar había sido el único causante del encuentro.

Habían pasado muchos años. Camila era una mujer distinta; ya no era la jovencita débil, a la que los hombres intentaban engañar para acostarse con ella. Era una mujer con temple y jerarquía que había logrado ascender profesionalmente en la aseguradora, luego de graduarse de derecho.

Recostó su cabeza sobre la almohada para descansar un rato. Miraba el cuadro de colores; las manchas rojas azules y negras, se proyectaban terminando en el rostro abstracto de un torero.

Le hacía mucha falta; sus facciones, sus gestos fuertes y sensibles. Era su salvador.

Se escurrió para empezar a tocarse suavemente los senos. Con frecuencia lo hacía. Pensaba en él y tocaba su cuerpo, como si con aquella actitud, lo volviera a tener en sus brazos, a tocar su piel recia, sus músculos definidos, estrechar aquel olor a hombre que tanto le gustaba.

De la palma a las yemas de los dedos, una caricia continua en su pezón.

Retiró su camisa para seguir acariciándose. Pensaba en el torero, en su propia soledad, en la ilusión de vivir a su lado de nuevo. De su barba recia a sus ojos negros y penetrantes estaba el sabor de los cuerpos, los besos bifurcados, las rutas de la boca en búsqueda de nuevas formas, elongaciones inexploradas, cabos y nabos, cómo si de ellos al mundo, los instintos del alacrán y aquel sentir libre de los insectos.

Del pezón a su vientre y luego a su bajo vientre. Con sus dedos desabotonó el pantalón para bajar la cremallera. Deslizó su mano por debajo de sus calzones, sintiendo su peló púbico. Su pubis se dejaba llevar por la caricia; era el torero quien lo hacía.

Y del cuadro a sus ojos los colores que se la llevaban. Viajaba a los campos ibéricos. En sus gestos placenteros se desaparecía su cuarto. Se encontrara en la arena de una plaza de toros vacía. Siempre había querido que el torero le hiciera el amor sobre la arena, sintiendo el sol sobre su piel desnuda. Soñaba con sentir su falo firme y recio penetrándola, mientras se rozaba con los granos tibios que sobre el suelo sostenían los cuerpos.

Lo adoraba...

Se bajó los pantalones para tocar con mayor fuerza su pubis, alcanzar el clítoris y volver a subir su mano, sintiendo que aquel movimiento, la alejaba de su soledad. Lo repetía una y otra vez, mientras con su otra mano seguía palpando su pezón para darle forma.

Del torero a ella la cinética, el encuentro de los cuerpos que se volvían a encontrar. El mundo se volvía uno solo. Era el Aleph, en donde todos los sitios eran uno solo y las personas se encontraban para amarse y desearse.

Del movimiento ascendente al movimiento descendente, volvía a ver su rostro por primera vez. Se acordaba del día en que él se había acercado a ella, para decirle que le parecían muy lindos sus ojos. De alguna u otra manera, había accedido a que un perfecto desconocido, se le acercara en la calle y le tomara unas fotos.

A la semana siguiente, las había recibido por correo con una nota que decía: “De tus ojos al mundo, el espíritu de los pájaros y la fuerza del viento, como si la naturaleza fuera única y dinámica” .

El torero la convenció, para dejarse tomar unas fotos en la ciudad. Decía que Bogotá tenía unos sitios muy bellos. La combinación de estos con Camila, hacía de las fotos obras de arte.

Las imágenes blanquinegras, expresaban su feminidad en contraste con la naturaleza y la ciudad. El torero decía que los tres elementos más importantes del arte eran esos. Mujer, naturaleza y ciudad. Todo lo demás era una degradación de las imágenes y de los sentidos. No soportaba los escritos con tendencias políticas. Consideraba que la evolución del mundo hubiera sido más acelerada, si los esfuerzos de la humanidad hubieran estado encaminados hacia el desarrollo de la tecnología, antes que al desarrollo de las ideas.

Lo adoraba...

Dejó de tocarse el pezón, para acariciar su entrepierna. Su respirar era acelerado. Sentía la sangre correr por su cuerpo salvaje.

“De tus ojos al mundo, el espíritu de los pájaros y la fuerza del viento, como si la naturaleza fuera única y dinámica”. Era lo más lindo que le habían escrito en la vida. Su mano seguía el movimiento rítmico que terminaba en su clítoris para excitarla. De ella al mundo el calor y la manifestación del deseo. El amor era dolor; en lo bueno había malo y en lo malo había bueno.

Con la compresión de su esfínter llegó el orgasmo, dejando salir aquel sentido aéreo que la poseía cuando se venía. Sintió la relajación de su cuerpo. Permanecía medio desnuda sobre la cama, con su mirada fija sobre el cuadro.

Lamentaba la ida de su novio. La había enamorado y luego se había marchado dejando en ella los recuerdos y las fotos.

Tantas imágenes se desprendían. Sitios, manifestaciones, formas y colores, como si lo que importara fuera la disposición de una cosa al lado de la otra. Camila estaba al lado de las enredaderas, paralela a la calle y a un camino de árboles que se prolongaba hasta el final del papel rectángulo.

Al lado del cuadro yacía la foto. La trilogía solo era completada por un retrato a lápiz, que había hecho de ellos, un pintor bohemio en Santa Marta, la última semana santa antes de que se fuera el torero.

De la trilogía a ella su cuerpo desnudo. Se entregaba de nuevo a él y solo a él, a nadie más.

Hubiera querido no interrumpir aquel momento de intimidad; que su tristeza alegre se hubiera prolongado para siempre, pero le entró una llamada telefónica, que la sacó de su trance.

Era Isabel, su amiga del trabajo, que la llamaba para recordarle que aquella noche tenían una comida en casa de otro de sus compañeros. Luego de colgar con ella, subió sus pantalones y se levantó de la cama para ir al baño y mirarse al espejo. Observaba los ojos claros y profundos, de los que se había enamorado el torero.

Sus femeninos movimientos se desplazaron a la sala de su apartamento, en donde colocó el último disco de U2, antes de sentarse en el sofá y mirar los cerros orientales de Bogotá, los cuales se alcanzaban a ver desde la ventana. No había vuelto a pensar en el violador.

La canción “Beautiful day”, del álbum “All that you can’t leave behind” se apoderó del entorno. En su significado, encontraba una nueva fuerza motivadora. Sabía que iba a salir adelante de nuevo. De hecho estaba contenta con su vida.

El día hermoso salía de los parlantes, entrando a su conciencia de una manera vertiginosa. Sabía que si el torero no volvía, por lo menos le quedaba el recuerdo, la satisfacción de haber vivido un momento muy importante de su vida, con una persona que la había llenado de figuras mágicas y de matices.

Del día hermoso a la sensación de alivio, un mundo lleno de posibilidades y de manifestaciones. Era joven y tenía toda su vida por delante. No dejaría que ninguna situación o circunstancia, se interpusiera entre ella y sus sueños. Iba a ser una persona feliz, conocer a un hombre y tener hijos, así como cualquier mujer normal.

Entendió que no debía volver a pensar en el violador, aquel encuentro matutino no correspondía a nada distinto que a una mera coincidencia, por lo demás desagradable.

La tarde caía suave sobre la ciudad. Los cerros se oscurecían, apareciendo como gigantes oscuros pero tímidos.

Recostó su cabeza sobre el descansa brazos del sofá, estirando su cuerpo delgado para acomodarse. Seguía escuchando el nuevo disco, que le había regalado un amigo de la oficina llamado Esteban.

Recordó la mueca seria del hombre, quién le manifestaba que desde hacía algún tiempo, estaba enamorado de ella. Le insinuaba la posibilidad de ser unos mejores amigos, teniendo en cuenta la lejanía del torero. La verdad, a Camila no le gustaba para nada. Lo consideraba una persona sin carácter, débil y sin ideas fijas; siempre iba con la corriente que más le favoreciera. Su falta de convicción y de jerarquía incluso la molestaban.

¡Ah!, pero U2 era su preferido y él se lo había regalado, porque sabía que ella se moría por el grupo irlandés, el cual le despertaba sentimientos profundos y sensibles. Camila decía, que la banda en sus canciones, era capaz de proyectar los sentimientos más puros de la vida de las personas.

Por eso le gustaba tanto el torero, porque era una persona sentimental y artística, capaz de producirle manifestaciones que nadie en el mundo había logrado despertar. Recordó aquel último viaje, que se le venía a la cabeza una y otra vez. La playa de Santa Marta con el hombre de su vida. Los besos que lograban en ella escalofríos. Las caricias y gestos que la hacían sentir especial y auténtica; única.

Y de la cuchilla a su piel suave, la mano recia del torero. Con aquella manifestación, el hombre regresaba al origen del mundo, para venerarlo y admirarlo.

Su cuerpo moreno por el sol se resbalaba sobre unas cobijas suaves y tersas, por las que su novio se deslizaba para acercarse a ella. Conservaba aquel recuerdo fuerte de Felipe sosteniendo la navaja, para empezar a afeitar sus pelos púbicos.

El decía que su pubis afeitado simbolizaría el paso del tiempo durante su viaje. Cuando volviera de España, aquel salvaje animal, estaría de nuevo forrado por los pelos.

La navaja pasaba por su abdomen para deshacerse de los bellos iniciales, antes de bajar por el abismo y empezar a deshacerse de los pelos más íntimos de Camila.

Aquel roce de las cuchillas, producía en ella espasmos prolongados por su cuerpo. Dejar que el torero afeitara su pubis, para luego seguir con su vulva y su ano, generaba en ella una confianza profunda, nunca antes experimentada.

Decidió llamar a su amiga Isabel para decirle que no iría a la comida. Allí estaría Esteban y le parecía bastante aburridor, soportar sus insinuaciones durante la noche. Además quería estar tranquila. Desde que se había mudado de la casa de sus padres, su vida se había vuelto mucho más llevadera. Al llegar del trabajo se preparaba algo de comer, para luego ducharse prolongadamente con agua caliente, o sencillamente ponerse a leer sin que nadie la perturbara. Algunas veces incluso, desconectaba el teléfono, evitando que llamadas inoportunas, desconcentraran su atención de las palabras del autor de turno.

Las peleas desgastadoras con sus padres eran cosa del pasado. Agradecía el hecho de no tener que soportar las recriminaciones de su madre hacía a su padre, cuando éste llegaba tarde en la noche, luego de jugar billar en el club con sus amigos.

Para Camila era inconcebible que después de tantos años, su madre tuviera una inseguridad tan arraigada, con respecto a las llegadas nocturnas de su padre. Parecía que no lograba superar aquella infidelidad de hacía tantos años, cuando lo había encontrado haciendo el amor en la casa de su mejor amiga.

Camila solo esperaba no llegar a ser tan paranoica, así como se había vuelto su madre con el paso de los años.

Encogió su cuerpo sobre el sofá, para continuar viendo las montañas oscuras de los cerros de Bogotá. Al recordar aquella coyuntura de sus padres, y lo malsano que podía ser vivir en su casa paterna, apreció inmensamente la tranquilidad de su soledad.

Estiró su brazo para levantar el teléfono inalámbrico y marcar a casa de Isabel. Sabía que ésta se molestaría con ella, ya que si no iban juntas, ella tampoco lo haría. Las reuniones y comidas con los demás abogados de la aseguradora generalmente eran tediosas. Siempre se tocaban los mismos temas de conversación. Catalina Carvajal terminaba hablando de si misma, como si fuera el centro del mundo, o como si a alguien le importara los múltiples novios que había tenido.

Una vez que colgó con Isabel, se levantó del sofá para preparar su comida.

De las anchoas y las aceitunas que se revolvieron con la salsa de tomate, luego con la pasta y el aceite de olivas, saboreó el napolitano sentir. Camila no era muy buena para la cocina, pero desde que vivía sola, había mejorado mucho.

Después de comer, cepilló sus dientes y se metió entre las cobijas de su cama, para recitar un padre nuestro y un ave maría. Siempre lo hacía. Le agradecía a Dios por todas las cosas buenas que le había dado y hecho por ella. Después pedía por la salud y el bienestar de su familia y de sus conocidos.

Apagó la luz para dejarse llevar por una oscuridad tenue. Por entre las cortinas delgadas de su cuarto, se colaban los rayos de luz, que provenían de los postes del municipio que iluminaban las calles.

Volteó su cuerpo para acomodarse mejor. En su mente se pintaban de nuevo las paredes. Bajaba por las escaleras del túnel que conectaba con un conducto prolongado y oscuro, adentrándose en la tierra.

Acababa de dejar la universidad y se dirigía a su casa, sus pasos eran acelerados y su respiración agitada, dejaba entrever la angustia que la poseía. Sentía los pasos del hombre cada vez más cerca. Por más que intentara dejarlo atrás, éste le recortaba el espacio.

Corrió atravesando el corredor, para luego entrar a otro y desembocar finalmente en la estación del metro. No había nadie más en ella. Se detestaba por haber salido tan tarde de la biblioteca central. Sabía que después de cierta hora, era peligroso agarrar el metro y aunque el transmilenio fuera más lento, seguía siendo una mejor alternativa.

Su corazón latía con fuerza, el silencio de la estación aparecía ante ella, fantasmal. El metro no llegaba para sacarla del estado que la poseía. Entonces vio por entre los espacios que demarcaban el destino de su error, aquellas facciones gruesas y los ojos negros que la miraban penetrantes.

El hombre caminaba hacia ella, con la seguridad que le brindaba aquella cueva construida por los hombres. Sobre el silencio, solo se escuchaba la respiración acelerada de Camila y una leves palabras que decían: “No me haga nada por favor, no me haga nada”.

Camila daba pequeños pasos hacia atrás a medida que su victimario se acercaba a ella. Del espacio a la circunstancia, momentos de apremio y soledad infinita. Intentó correr para salir de la estación, atravesando los conductos que la llevarían hacia la superficie, pero en un ágil movimiento el hombre la contuvo y se cayeron al suelo.

Camila lloraba mientras sentía como rompían su camisa. El violador le lamía la cara mientras ella pedía auxilio de manera infructuosa. Sentía el cuerpo pesado e inmisericorde del hombre sobre ella, aplastándola. Intentaba lanzarle golpes, pero la fuerza femenina terminaba rendida ante el peso y los músculos fuertes, de la persona que la levantó tapándole la boca.

Se miraban fijamente...

Ella respiraba con fuerza entre las manos del hombre, quién la fue alejando de la luz, para adentrarla en la oscuridad.

En ese momento, pudo ver las luces lejanas del metro que se acercaba.

El hombre la arrastraba por entre los rieles y el cemento frío. La tiró bruscamente sobre el piso, antes de que el tren pasara a su lado. Solo lograba ver las ruedas sucias de los vagones, a escasos centímetros de distancia.

Volvió a levantarla, para alejarse un poco más de la estación por entre el túnel. Acariciando su pelo, le advirtió que si gritaba o decía una sola palabra, la mataría.

Camila recordaba el frío cuchillo contra su rostro y su cuello. Del destino a la manifestación de los seres, la represión y el sentido que no se entiende. Desgarró sus pantalones para bajarlos y dejarla tendida sobre el suelo. Rendida a sus pies y más...

Sentía el piso frío como un preludio de lo inevitable. Pensó en las tantas veces, que sus padres le habían advertido no agarrar el metro después de la seis de la tarde. Bogotá era un sitio peligroso.

De ella a la manifestación del olvido o de los cuerpos, un fugaz aliento y un sentimiento de culpa y reproche.

Observaba al violador sacando su pene, para luego untarlo con sus propias babas. Camila sintió como su cuerpo se tensionaba. El hombre se agacho para penetrarla. El hermoso reducto que había sido de ella siempre, dejaba de ser propio.

Su cuerpo contra el piso frío de baldosa se estrellaba de nuevo una y otra vez, contra aquel falo que la penetraba con fuerza y decisión.

Su cuerpo contra el piso frío de baldosa se estrellaba de nuevo una y otra vez, contra aquel falo que la penetraba con fuerza y decisión.

Su cuerpo contra el piso frío de baldosa se estrellaba de nuevo una y otra vez, contra aquel falo que la penetraba con fuerza y decisión.

Del delito a las percepciones había un camino infinito y perdido...

Del delito a las percepciones había un camino infinito y perdido...

Del delito a las percepciones había un camino infinito y perdido...

Su cuerpo no era más su cuerpo. Era el cuerpo de otra persona, o el del violador. En ella caían las babas del hombre, las caricias sobre sus pechos. En su vagina, el primer sentido del sexo; la bienvenida no era cálida sino fría.

El techo de roca amarillenta, era el testigo de los demonios que aparecían, como un conglomerado de sentimientos enredados. Durante muchos años posteriores, siguió viendo aquel techo en su mente.

De ella al mundo un falo que la penetraba y que ella no sentía. Y aunque de su vagina a la realidad, la sangre y el himen que se desgarraba para darle paso al semen, el llanto frágil sobre unas facciones delicadas y finas, que no conseguían hacer nada para evitarlo.
Debía esperar a que el hombre acabara.

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