Thursday, March 16, 2006

 

Unos duermen; otros, no.



CAPITULO I

El día que conocí al Albatros murió mi hermano. El destino puso en la balanza todo lo bueno y lo malo de la vida en un mismo momento. A mis veintiséis años, me sentía lleno de energía. Hasta ese momento veía la existencia con naturalidad, sin comprender que hay un hilo delgado entre la respiración que nos brinda el aire y la ausencia que nos lo quita. Aquella tarde, luego del almuerzo, pasaba caminando frente al Europeo cuando sentí una mirada clavada sobre mi. Temí que fuera Pinillos pero al cabo de unos pasos, escuché una voz suave que me dijo, -¡oiga usted!

Me volteé, sintiendo como los ojos del Albatros penetraban los míos. Verónica era una mujer joven, al principio de sus veinte. Ansiaba explorar un mundo aún desconocido. Su mirada demarcaba esperanza al tiempo en que sus gestos se apoderaban de los sentidos. Muchas veces imaginé aquellas facciones suaves dibujadas, unos pómulos curvos que terminaban donde comenzaba una nariz ascendente, prolongada hasta unas cejas tupidas, erigidas como riscos.

- Mucho gusto, Verónica Valdenbero - dijo en un tono seguro alargando su brazo para estrecharme la mano.

-El gusto es mío, Boris Estefan.

- Siempre te veo pasar por aquí.

- Trabajo en una oficina de abogados cerca.

- Ten mi teléfono, un día de estos podemos tomar un café.

- Claro que sí.

Lo guardé y continué mi camino hacia la firma Pinillos, Barros & Segrera ubicada cerca al edificio del periódico El Tiempo, al lado de los Juzgados Civiles Municipales y al Tribunal Superior de Bogotá. Desde hacía meses esperaba conocer a aquella mujer que finalmente y por su propia iniciativa me había abordado. El Albatros se presentaba como una puerta en mi vida, a través de la cual, saldría de una cotidianidad generada por un trabajo monótono. Entré a una edificación que por fuera dejaba entrever el paso de los años, pero que por dentro había sido remodelada a fin de alojar las oficinas más elegantes y prestigiosas de la Capital. Pisos de mármol, lámparas de cristal traídas desde Bohemia y papeles de colgadura importados desde Francia, eran algunas de las decoraciones utilizadas en la recepción y en los corredores. El doctor Segrera me llamó a su despacho con un rostro serio y adusto. Caminé hacia él con temor imaginando lo que Pinillos le hubiera podido haber dicho.

- Parece que sucedió algo grave en tu casa. Ve a la Clínica del Country que tus padres te esperan allá.

- Cómo así; pero ¿que pasó?

- Ocurrió una tragedia.

- ¿Cuál tragedia?

- No te sé decir bien; pero anda rápido que te esperan.

Abandoné la oficina bajo la mirada atónita de mis colegas y los otros empleados. Me abalancé a la calle sin medir los espacios. Empecé a correr atravesando las avenidas y los cruces del caótico centro de la ciudad. Luego de algunas cuadras atestadas de vehículos por fin logré tomar un taxi.

- ¡Rápido! A la Clínica del Contry por favor.

- Eso está imposible por allá.

- ¿Por qué?

- Por lo de la bomba.

- ¿Cuál bomba?

- No ve que pusieron una bomba en el parque de la 93 y hay muchos heridos.

Un escalofrío me cruzó. En la radio informaban los detalles del atentado. La culebra citadina se movía lenta por las calles de una ciudad convulsionada. Llegué a la clínica después de un tiempo. En el lobby de aquel sitio reinaba la confusión. Hombres y mujeres lloraban, los enfermeros no lograban contener a la gente. Logre escabullirme entre la multitud, preguntándole a la recepcionista por mis padres. No me supo decir nada. Indagué por mi hermano. Miró una lista y cambiando de rostro me dijo que lo lamentaba. Sentí un golpe en el estómago. Me dejó pasar a urgencias en donde me informaron que mis padres se habían marchado después de identificar el cadáver. Pedí que me dejaran verlo, pero el laboratorio de criminalística ya se lo había llevado a las dependencias de Medicina Legal. Recordé mis clases de procedimiento penal y los levantamientos de cadáveres, con la imagen de cómo eran embarcados los cuerpos en una camioneta de la policía a la que le decían ‘la paletera’. La evocación de aquello me produjo ganas de vomitar. Corrí hacia la puerta de la clínica, bajando por la escalera que daba contra un pequeño parque situado al lado de la Avenida Quince. Mi almuerzo se esparció sobre los geranios y la tierra.

Miré la calle pensando en mis padres. Recordé la cara de Tufik. Acababa de llegar de un viaje por Europa Central. La nueva ola de violencia que sacudía al país, al fin nos acariciaba. Tocaba a nuestra puerta aquel ser vestido de negro, que pensábamos jamás depositaría sus nudillos cenizos en nuestras vidas. El navío libanés de Khalil Gibran llegaba por mi hermano para llevárselo de una isla de la que era desterrado sin razón. Tufik, mi hermano del alma y mi amigo. Parecía desvanecerse con las imágenes que se repetían una y otra vez. Caminé hacia la casa de mis padres recordando su viaje a Polonia. Tenía la idea de radicarse en Varsovia. Entretanto, realizaba contactos para intentar establecer rutas de intercambio comercial entre aquel país y Colombia. Teníamos mucha afinidad. Ambos podíamos resbalarnos en tijeretas repetidas y ágiles, sin importar que nuestros muslos quedaran rasgados por el pasto, hacer mención de los momentos más gloriosos del fútbol mundial, recitar los nombres completos de los jugadores del equipo del Brasil del setenta, describir las jugadas plásticas que dibujaban sobre la cancha los integrantes de La Naranja Mecánica.

Mi madre se abalanzó entre mis brazos al verme. Apenas podía contenerla mientras la apretaba con fuerza. Hacia la ventana que daba contra la calle, yacía mi padre momificado en sus gestos.

- ¿Qué estaba haciendo ahí Tufik? Por Dios, no lo entiendo – gritaba desconsolada.

- Tranquila mamá.

- La guerra ha tocado nuestra puerta – dijo mi padre.

- Todo esto es tú culpa Butrus.

- Por favor mamá, cálmate. Papá no tiene nada que ver.

- Claro que sí; todo es culpa de él.

- Mamá no digas esas cosas.

El informe posterior de la unidad de reacción inmediata de la Policía, indicó que fue encontrado con una cámara fotográfica en las manos. La muerte de Tufik Estefan Porvorsky, significó para nosotros el inicio de un sentir de existencia resquebrajada, el comienzo de una época ensombrecida y la ruptura subsiguiente de mis padres.

El atentado fue un miércoles, de manera que sólo volví al trabajo el lunes siguiente. Esa semana fue lánguida. Realizaba memoriales sin convicción, escribía cartas a clientes mientras en mi mente se reflejaba el rostro de mi hermano. Ofelia, mi compañera de puesto, me repetía que intentara no pensar en él. Era imposible, como imposible es agarrar la luz o respirar agua.

Tufik estaba en mi mente cuando apagaba la luz de mi cuarto por las noches, en los adoquines de las calles, en los eucaliptos y en las sombras. Nos sentábamos en la mesa los tres sin que nadie dijera una palabra. Tal vez todo estaba dicho. En nuestras cabezas se fraguaba la detonación, como ametralladora asesina, que dejaba su plomo en las fachadas y monumentos de Varsovia o Bogotá. Nada que decir. A pesar del amor, la lejanía era grande y tenía varios brazos. Luego del almuerzo, retornaba a la oficina para seguir observando a mi hermano en la pantalla del computador, en los rostros de mis compañeros y en la ciudad, como si cada rincón guardara un momento de su vida aún expectante y anduviera por ahí caminando con su cámara fotográfica. Un oscuro panorama se asentaba sobre nosotros.

Después de la jornada laboral volvía a casa junto a ellos. Nos mirábamos dejando que la noche nos tragara imponiendo su propio silencio. Un día era igual a otro. El futuro no existía. El tiempo nos conducía a un punto de partida. El día de la muerte de mi hermano representó el fin de una época y el comienzo de otra.

Hacia el final de aquella semana, el doctor Pinillos se acercó a mi cubículo a decirme que mi rendimiento laboral había decaído mucho. Ese hombre, que solía no devolver el saludo a sus empleados cuando estos le daban los buenos días, tuvo la osadía de mencionar que mi trabajo no le servía a la Firma. Lo miré con desconcierto. Un nudo indisoluble se formó en mi garganta.

-¿Este memorial es suyo? - preguntó, enterrándome sus grandes ojos. Levanté la cabeza del computador para enfocarlo. Miré el memorial y le dije: - sí.

Arrojó con violencia la carpeta dentro de mi bandeja de entrada.

- Repítalo todo de nuevo; no entendió nada de lo que le pedí.

Quise saltarle y morderle la yugular. Repetí el memorial pensando en que había maneras diversas de decir las cosas. Al marcar el reloj la una de la tarde, apagué mi computador y llamé a mi madre diciéndole que no iría a almorzar, debía revisar mi apartamento. Una fila de carros se prolongaba sobre la Avenida Jiménez dibujando a la culebra citadina. Hacía poco la habían reconstruido, entregándole un aspecto colonial. Por ella bajaba un canal de agua desde Germania hasta la carrera séptima, emulando la olvidada imagen del río San Francisco, que en alguna época descendía por ahí.

Aún no terminaba de digerir el enojo causado por Pinillos cuando observé sus ojos. Me miraron de manera fija entre la luz artificial que brillaba en el recinto. Su ceja derecha se elevó algunos centímetros. Entré al almacén.

- Hola; ¿tienes un minuto?

La mujer dio un vistazo y me acompañó afuera.

- Me alegro de verte. ¿Te acuerdas de la bomba que estalló en el parque de la noventa y tres?

- Como no me voy a acordar si ese día nos conocimos.

- Mi hermano murió en el atentado.

Me abrazó con fuerza. Advertí su cuerpo delgado contra el mío. Sentí que la conocía de toda la vida. Olí el aroma de su pelo largo resbalando por sus hombros hasta la mitad de la espalda. La suavidad de su figura me transportó lejos, acercándome a otros sitios donde no me acordaba de mi hermano. Dijo que las palabras no bastaban para expresar cuanto lo sentía.

- ¿Tienes tiempo para almorzar? - preguntó.

- Una hora.

Fuimos a un restaurante cercano. Era jovial y espontánea. Me contó cosas de su vida. Se había graduado del colegio y estaba trabajando mientras le salía la visa australiana de residente. Soñaba con irse a estudiar administración de empresas. Me miró con unos ojos verdes luminosos en los que se albergaban sus sueños y se escondían sus secretos. Tomó mi mano repitiéndome que lo sentía mucho.

- ¿Y tu trabajo? dijo cambiando de tema.

- ¿Mi trabajo?

Estaba cautiva, como si fuera presa de exaltación. Las miradas eran frases con las que podíamos dibujar nuestros sentidos.

- No sé qué decirte.

- No te entiendo.

- Soy abogado. Uno más de los esclavos de Pinillos, Barros & Segrera.

- ¿Cómo así?

- Tengo problemas con mi jefe. Es un tipo intransigente que piensa que si maltrata a las personas éstas le van a responder.

- Bueno, es un problema de muchos ¿no?

- Supongo.

- Gente así hay en todas partes…

- ¿Por qué me hablaste Verónica?

Se sonrojó. Un silencio la contuvo.

- Es que… es que… Bueno es que me gustas.

- Quieres que te confiese algo. Yo también tenía ganas de hablar contigo.

- ¿Y por qué no lo hiciste?

- No lo sé. Varias veces estuve a punto.

- Pero no lo hiciste y por eso lo tuve que hacer yo.

Sentí una fuerte conexión. Nos levantamos de la mesa hacia las dos y media. La acompañé al almacén y luego caminé con paso acelerado a la oficina; iba tarde. Albergaba la esperanza de que Pinillos no se diera cuenta de mi retraso. Cuando entré a la oficina y prendí mi computador, Ofelia me indicó que estaba buscándome. Me esperaba en su despacho. Sentí rabia y culpa a la vez. Me recriminé a mí mismo por haber llegado tarde.

- ¡Mierda! - exclamé mientras terminé de encender el computador.

- ¿Me necesita? - le pregunté, luego de entrar a su despacho y mirarlo de manera desafiante.

- ¿Ya me tiene el memorial listo?

- Aún no - respondí.

- ¿Por qué no? Se lo devolví a las once de la mañana. Además, usted está llegando tarde, no tiene excusa para no tenerlo listo -.

- ¿Qué quiere que haga? Usted ni siquiera me explicó qué fue lo que no le gustó del memorial en primer lugar, además, estaba en un almuerzo -. Me sorprendí hablándole de aquella manera.

- El memorial no es claro. No está haciendo una enumeración de los hechos que anteceden el recurso de reposición.

- Claro que no estoy enumerando los hechos, porque ya han sido enumerados en memoriales anteriores que reposan en el expediente.

- Se equivoca Estefan, porque a los jueces siempre hay que llevarlos de la mano; un juzgado puede manejar más de mil expedientes. ¿Usted cree que los jueces se acuerdan de cada uno de los procesos que se adelantan en sus juzgados?

- No sé, pero si es un juez medianamente recursivo, sabrá que en el expediente se encuentran los antecedentes del caso.

- Créame que no hay jueces recursivos y aprenda, como mecánica jurídica, que en los recursos de reposición siempre se enumeran los antecedentes.

- Bueno, perfecto, pero la próxima vez le agradeceré que me indique qué es lo que no está correcto del memorial para que yo sepa lo que quiere -. Di media vuelta con seguridad y me alejé de su despacho. Al llegar a mi cubículo me sentía victorioso. Me senté y observé a Ofelia, quien con unos audífonos, se escondía del ambiente pesado que reinaba en la oficina. Sentí lástima, la pobre lloraba todos los días por causa de Pinillos. Observé sus facciones desdibujadas mientras sentí un inmenso vacío, cuando le dijo: – No piense, Usted no está aquí para pensar.

- ¿Cómo te fue en el trabajo? - me preguntó mi padre cuando volví al apartamento en horas de la noche. Sus ojos estaban ausentes. Miraba la calle como lo hacía desde la muerte de mi hermano.

- Bien papá, gracias. ¿Tú cómo estás? -. Su mente podía estar en Beirut o en el rostro altivo de mi hermano.

- ¿Dónde está mamá? - le pregunté mientras aflojaba mi corbata y me desamarraba los zapatos.

- Se fue.

- ¿Cómo así?

- Sí, se fue. Me la quitó la vida así como algún día me la dio -. No me miraba. Observaba la calle, los postes de luz que alumbraban el coliseo del Liceo Francés.

- Me puedes explicar qué es lo que estás diciendo, no entiendo nada de lo que pasa.

Silencio. Silencio prolongado. Silencio.

- ¿Dónde está mamá? papá.

- Ya te lo dije: se fue. ¿Tú sabes lo que es perder un hijo, Boris, tú lo sabes?

- Sí, pero ella tampoco te puede culpar a ti, tú no mataste a Tufik, lo único que hiciste fue traértela a Colombia.

- Tu mamá, Boris, la quiero tanto, pero es un ser tan difícil de entender.

Aquellas palabras se repitieron luego en mi cabeza. “La quiero tanto, pero es un ser tan difícil de entender...”.

- Dijo que se iría por un tiempo e insistió en que no la buscáramos. Esas cosas pasan, hay momentos en la vida en que las personas necesitan estar solas.

- ¿En dónde está hoy papá? ¿En dónde va a pasar la noche?

- No lo sé Boris, no lo sé, tú sabes que casi no habla desde la muerte de Tufik. Tomó alguna ropa, la metió dentro de una maleta y se fue.

Sentí rabia. ¿Cómo era posible que se hubiera ido sin siquiera decir adiós, a mí, a su hijo, al único que le quedaba? Observé las paredes de mi cuarto, viendo en ellas reflejado un sufrimiento que se extendía por el tapete hasta los guarda escobas de madera. Una depresión inusitada hacía mella en las cosas, como si éstas siguieran el destino de sus dueños. No estaba en disposición de hablar con nadie en aquel momento, ni siquiera con el Albatros. A la mañana siguiente me levanté sin ánimos. Deseaba no ir a trabajar, pero no le daría la posibilidad a Pinillos de recriminarme. Mi cuerpo desganado se levantó de la cama con dificultad, así como ocurrió en los días posteriores a la ida de mi madre. Parecía como si se hubiera desvanecido y nadie supiera de ella. Mi padre observaba la calle desde temprano hasta tarde en la noche.

En uno de aquellos días que pasaban intrascendentes, recibí una llamada de Verónica. Buscaba una explicación al silencio. Era jueves, de modo que acordamos salir por la noche. Mi madre aún no se contactaba con nosotros y no tenía claro si era el momento o no de volver a salir. Al llegar al apartamento saludé a mi padre al pie de la ventana y seguí derecho sin decirle nada. Entré al baño y me di una prolongada ducha de agua caliente. El vapor me hizo recordar la vez que nos bañamos los tres juntos luego de perder la virginidad con una niña del barrio a la que le decíamos Libélula. Cómo la fuimos convenciendo de que se acostara con ambos al mismo tiempo. Los ojos desorbitados e incrédulos que él me mostraba cuando le hacía el amor, y ella chupaba mi pene. Eran ojos de fantasía, que observaban la escena pero que no daban crédito. Demasiado bueno para ser cierto. Me vestí, salí del cuarto y me despedí de mi padre.

- ¿Vas a salir?

- Tengo una cita.

- ¿Crees que ya es hora salir de nuevo?

- Voy a ver a una amiga.

- Bueno; si piensas que ya estás listo.

Cerré la puerta y fui por Verónica.

- Hola Boris ¿cómo estas?

- Bien - respondí.

A pesar de que añoraba el momento, mi mente dispersa estaba en otro sitio. Se había quedado con mi padre. Aquel que iba por Verónica no era yo, sino otro que se trashumaba llevándose mi cuerpo. Fuimos a un bar llamado Maderos. Era un sitio calmado en el que nos sentamos sobre unos cojines. El Albatros tomó mi mano de manera espontánea.

- ¿Boris, hace un mes que nos conocimos y no veo que llores por tu hermano?

- ¿Por qué quieres que llore Verónica?

- Porque tu alma está dolida.

- Ni siquiera te conozco. ¿Por qué quieres que llore delante de ti?

- Es bueno llorar ¿sabes? -. Dejó escapar una lágrima. Lloramos juntos. Nos tomamos en un abrazo en el que fluía una energía revitalizada. Era una energía con forma de pájaro que me miraba con ojos fijos.

- Debes dejar de culparte por la muerte de tu hermano.

Apretó mi mano. Sus palabras eran dulces pero no deseaba insistir en un tema que me agobiaba. Retiré mi mano de la suya observando sus ojos extrañados. A pesar de la emoción de tenerla a mi lado, sentí que aún no estaba preparado; mi padre tenía razón.

- No estoy listo - dije.

De ahí en adelante se tornó fría. Yo no estaba con ella; yo estaba con mi padre y su dolor, en los espacios descoloridos que dejaba mi madre con su ida, el espanto de un hermano que ya no existía, la última imagen de su cuerpo mutilado.

Mi padre seguía observando la calle. Miraba el asfalto como si no hubiera pasado un segundo.

- ¿Si ves? - dijo sin mirarme - te lo dije.














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